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Cartas del Sr. Arzobispo

El Domingo, Día de la Eucaristía 24/06/2012

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Queridos hermanos y hermanas:

En la Carta Apostólica Dies Domini, de 31 de mayo de 1998, nos decía el Papa Juan Pablo II que el Domingo guarda "estrecha relación con el núcleo del misterio cristiano", pues nos recuerda las obras admirables de Dios en favor de su pueblo, la creación y el primer día del mundo, su recreación por la Resurrección de Jesucristo y el misterio de Pentecostés. Al mismo tiempo evoca y prefigura el "último día", cuando Cristo venga en su gloria a instaurar los nuevos cielos y la nueva tierra. Por ello, el domingo es la "fiesta primordial de los cristianos", el día del Señor y el señor de los días.

Por desgracia, el domingo ha perdido buena parte de su sentido cristiano. Hoy ya no se mide el tiempo a partir del domingo concebido como día del Señor, sino a partir del fin de semana, cuyas referencias ya no son religiosas, sino laicas. El alma del calendario, que hasta hace algunos años era fundamentalmente religiosa, hoy es simplemente secular. Su meollo es el ocio, la necesidad de la alternancia trabajo-ocio, que por inercia se polariza en el domingo, pero que perfectamente podría trasladarse a cualquier otro día de la semana.

Hasta hace algunas décadas, el domingo era realmente el día del Señor, centrado en la celebración de la Eucaristía, en la memoria del Resucitado y del Dios Creador y Salvador, como espacio abierto a la transcendencia, la alabanza de Dios y la esperanza de su salvación. La sustitución del domingo por el fin de semana es uno de los hechos más palpables de la progresiva secularización de la sociedad.

Para superar este empobrecimiento el Papa proponía como remedio "recuperar las motivaciones doctrinales profundas" del domingo, como algo que pertenece a la identidad cristiana más profunda, como algo que hemos de vivir religiosamente porque constituye el centro de la vida cristiana. Por ello, en el camino de la nueva evangelización, la comprensión, valoración y plena vigencia del domingo tiene una importancia decisiva. En este sentido es preciso recuperar la vieja cultura cristiana del domingo, que tantos frutos ha dado en el pasado, viviéndolo como día para el descanso, para la convivencia familiar y la amistad, para la formación cristiana, para la oración más intensa y extensa, para el disfrute de la naturaleza y para el ejercicio de las obras de caridad, poniendo la participación en la Santa Misa como el momento central del domingo.

En los evangelios de Pascua se nos narra el encuentro del Señor resucitado con los discípulos de Emaús que, decepcionados y rotos por el drama del Calvario, vuelven a su aldea a la caída de la tarde para curar sus heridas. La escena acontece en la misma tarde del domingo de resurrección, en el corto espacio de los once kilómetros que separan Jerusalén de Emaús. Los discípulos descubren a Jesús en la Escritura Santa que Él les explica, iluminando sus mentes y caldeando sus corazones, y sobre todo, en la fracción del pan, en la Eucaristía que Jesús consagra de nuevo, como hiciera en la primera Misa celebrada en el Cenáculo en la víspera de su Pasión. Entonces, se les abren los ojos y lo reconocen e inmediatamente vuelven a Jerusalén, se reintegran en la comunidad, a la que narran lo que les ha sucedido en el camino y cómo han reconocido al Señor en la fracción del pan.

La escena contiene todos los elementos que forman parte de la celebración de la Eucaristía, memorial del sacrificio del Señor, en la época apostólica: la proclamación de la Palabra, la fracción del Pan y la comunidad que participa. En la Eucaristía del domingo se forja y modela nuestra existencia cristiana y nuestra fraternidad. Sin ella no podemos vivir, como proclamaban los mártires de Cartago en el año 304. En el sacramento de su cuerpo y de su sangre, el Señor robustece nuestra fe y alienta nuestra esperanza en la vida eterna.

La Eucaristía, alimento que restaura nuestras fuerzas, nos ayuda además a vivir la vida nueva inaugurada por la resurrección de Jesucristo, una vida de piedad sincera vivida en la cercanías del Señor; una vida alejada del pecado, de la impureza, del egoísmo y de la mentira; una vida pacífica, honrada, austera, sobria, fraterna, edificada sobre la justicia, la misericordia, el perdón, el espíritu de servicio y la generosidad; una vida, en fin, asentada en la alegría y en el gozo de sabernos en las manos de nuestro Padre Dios y, por ello, libres ya del temor a la muerte.

A los cristianos que han abandonado la Eucaristía dominical tal vez por pereza o comodidad, les hago una propuesta con humildad y con amor: volved a la Eucaristía dominical. Como los discípulos de Emaús, os encontraréis con el Señor en la fracción del Pan, que es con mucho lo mejor que os puede suceder.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

 


+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla

 

 

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